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El sueño, pese a ser una necesidad básica, sigue sin ocupar el lugar que merece en nuestra vida. Muchas veces lo relegamos al último lugar de nuestras prioridades, como si fuese algo negociable o prescindible. En una sociedad que valora más la productividad que el descanso, dormir bien se convierte casi en un lujo… y eso tiene un precio. Pero el sueño no es solo un paréntesis entre jornadas laborales, sino una función vital que afecta directamente a nuestra salud física y emocional. Cuando dormimos mal durante varios días, semanas o incluso meses, lo notamos en el cuerpo, en el ánimo, en la memoria, en la concentración… pero también en la forma en la que nos relacionamos con los demás y afrontamos el día a día.

Detrás de las dificultades para dormir bien pueden esconderse distintos trastornos del sueño. El más habitual es el insomnio, que se manifiesta como dificultad para conciliar el sueño, mantenerse dormido o despertarse demasiado temprano sin lograr volver a dormir. Otro de los más comunes es la apnea del sueño, un trastorno en el que la respiración se interrumpe repetidamente durante la noche, lo que fragmenta el descanso y puede provocar somnolencia intensa durante el día, ronquidos fuertes, dolores de cabeza matutinos o sensación de no haber descansado. También encontramos la hipersomnia, la narcolepsia, las parasomnias: el síndrome de piernas inquietas, las pesadillas recurrentes o los trastornos del sueño REM o NREM. Aunque sus causas pueden ser muy diversas —desde factores fisiológicos hasta estrés, ansiedad o malos hábitos—, lo que todos tienen en común es su impacto directo en la calidad de vida. A veces, estas alteraciones pasan desapercibidas o se minimizan. “Es que siempre he dormido mal”, “ya me acostumbré” o “con dos cafés se me pasa” son frases habituales, pero peligrosas: acostumbrarse a dormir mal es acostumbrarse a vivir a medias.

Los buenos hábitos son la base del descanso, aunque no siempre bastan para resolver un trastorno del sueño. Aun así, trabajar la higiene del sueño suele ser el primer paso para empezar a recuperar el equilibrio nocturno. Consiste en incorporar rutinas saludables que favorecen un descanso reparador y estable. Algunas recomendaciones básicas incluyen mantener horarios regulares para acostarse y levantarse, no consumir cafeína, alcohol u otros estimulantes en las horas previas al sueño y crear un ambiente adecuado para dormir: oscuro, silencioso, sin distracciones y con una temperatura que ronde entre los 18 y los 21 °C. También es importante utilizar la cama y el dormitorio solo para dormir o descansar, evitando actividades como trabajar, comer o ver series desde la cama. Puede parecer evidente, pero muchas personas se acuestan sin sueño, permanecen en la cama despiertas durante horas con el móvil o se echan siestas largas durante el día, lo que termina dificultando aún más el descanso nocturno.

Uno de los factores que más interfieren en el sueño hoy en día es la exposición a pantallas y luz azul en las horas previas a acostarse. Evitar el uso de dispositivos al menos una hora antes de dormir puede marcar la diferencia. Para facilitarlo, puede ser útil programar el teléfono móvil en modo oscuro y activar el filtro de luz azul desde el atardecer, utilizar apps que bloqueen el acceso a redes sociales a partir de cierta hora, o incluso incorporar bombillas LED “inteligentes” que emitan una luz más cálida o rojiza al final del día, ayudando así a preparar al cuerpo para el descanso. Estas bombillas también se pueden programar para encenderse de forma tenue antes de sonar el despertador, facilitando un despertar más gradual y natural. Además, un hábito muy extendido —y poco recomendable— es posponer la alarma varias veces por la mañana: aunque parezca que ganamos unos minutos más de descanso, lo cierto es que esto fragmenta el sueño y puede empeorar la sensación de fatiga.
Otros aspectos clave suelen pasar desapercibidos, pero tienen un impacto directo en cómo dormimos. Mantener una alimentación equilibrada, ligera por la noche y evitando cenas copiosas, favorece la conciliación del sueño. El ejercicio físico regular, especialmente si se realiza por la mañana o primeras horas de la tarde, mejora la calidad del sueño profundo. Y quizás uno de los más olvidados: la exposición diaria a luz natural, especialmente durante las primeras horas del día, ayuda a regular nuestro ritmo circadiano y refuerza el ciclo sueño-vigilia.

Del mismo modo, establecer una rutina relajante antes de dormir puede preparar al cuerpo y a la mente para el descanso. Darse un baño caliente, leer un libro, escribir, practicar respiración consciente, relajación muscular progresiva o meditación guiada son pequeñas acciones que envían al cerebro la señal de que el día ha terminado y es momento de desconectar.
En casos más complejos, como el insomnio crónico o los trastornos del ritmo circadiano, puede ser necesaria una intervención psicológica específica. La terapia cognitivo-conductual para el insomnio (TCC-I) ha demostrado ser especialmente eficaz. Ayuda a reducir la ansiedad relacionada con el sueño, modificar pensamientos disfuncionales y establecer rutinas que favorezcan el descanso.
Dormir bien no es una cuestión de suerte. Es algo que se aprende, se cuida y, si es necesario, se trata. Si has notado que tu sueño no te repara, que te levantas cansado/a o que el descanso se ha vuelto un problema más que un alivio, quizá sea el momento de prestarle atención. Recuperar el sueño no es solo recuperar la noche: es volver a sentirnos bien durante el día.

Laura Harwood

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